12/10/16

Una putita menos 2.0

Desde que un compañero de primaria me desprendió el corpiño en medio de una clase de gimnasia y la directora de la escuela me quería convencer que era un halago que el chico no sabía expresar, comprendí que el hecho no era la supuesta atracción del pibe hacia mí, lo que había molestado era mi camiseta de futbol, roja como la sangre, con un gran 9 plasmado en la espalda y el apodo en letras blancas: Pancho Guerrero.

Años después lo vi claro como el agua, que lo que molestó no era mi corpiño, molestó que como mujer quiera jugar al futbol y que reclamara como una igual un puesto en el equipo. El chico sólo hizo lo que le habían enseñado desde chiquito – los nenes con los nenes, las nenas con las nenas. Corría el año 94, Menem hacía campaña por su segunda presidencia y nosotros teníamos 9 años.
En el 2003 Kirchner nos venía a proponer un sueño, y yo estaba haciendo el CBC en Ciudad Universitaria, ahí pude vislumbrar el fenómeno de otra manera, que ese adoctrinamiento que habían tenido años atrás conmigo se trasladaba a todas las esferas de mi vida: un novio, al negarme a ir de vacaciones con él, me encerró en una habitación, un grupo de pibes en un bar me quería cobrar peaje para ir al baño, que en los recitales estar adelante me era hostil y los profesores, hombres en su mayoría, después que hacía una intervención en clase – es válido aclarar que fue en la Facultad de Ciencias Sociales, lugar que brama por la igualdad de género- me preguntaban si había ido a un colegio universitario, cuando ponía cara de bronca y contestaba de manera irreverente (sólo para ocultar mi impotencia)
- “No, fui a un colegio parroquial en el interior del país”
Volvían los ojos para atrás y con algún comentario misógino lograban regresarme a ese lugar que el macho progre tanto disfruta, el de la minita. El trabajo tampoco fue un lugar seguro, un jefe – sí, uno nac and pop – me hacía llamar por su secretaria a su oficina, cuando llegaba en tono burlón me preguntaba si estaba depilada para poder empezar una orgía. También en tono de “chiste” me preguntaba si quería chuparle la verga. Ante mi profunda cara de orto el disciplinamiento era doble, mis congéneres ridiculizaban mi indignación y así me devolvían a ese lugar que me correspondía, una mujer no puede hablar, no puede ocupar espacio público y menos hacerlo sola.
Con el devenir de disciplinamientos, me costó pero logré pasar de la indignación y la injusticia a la acción. Dejar de considerarlo un problema individual para pasar a entenderlo como una cuestión pública y, por lo tanto, política.
La calle, la noche y los taxistas han sido los exponentes más violentos de estas situaciones. Me han apoyado en un colectivo, me han tocado el culo en subte y se han masturbado adelante mío en un tren, sin embargo y mal que me pese, los taxis siempre fueron peor. Volvía de vacaciones y un señor arriba de su auto negro y amarillo nos persiguió, a mí y a una amiga, durante cuadras gritándonos “Sidosas, son la escoria de esta ciudad. Ustedes traen la mugre. Bien que les gusta coger...”.
Estar arriba de un taxi tampoco fue la excepción, era un día horroroso de calor porteño, me subí a un taxi y una vez arriba el señor taxista, comenzó a tirarme los perros. La situación fue horrible, pero conocida para la mayoría de las mujeres.
- “pero qué hace una señorita cómo usted por acá? No le gustaría salir un día conmigo?”
El desenlace fue lo peor, mi silencio desembocó en la siguiente pregunta
- “No le gustaría ir a un telo conmigo, con este calor imagínese usted y yo entre unas sábanas y aire acondicionado. Conozco uno que queda acá a mitad de cuadra...”
En ese momento exacto pegó el volantazo y se dirigía al Albergue Transitorio. No terminó de doblar que me aferré a la mochila, abrí la puerta y me tiré del taxi en movimiento. El portazo que pegué a la puerta fue terrible y el raspón de mi rodilla también. El asco me quedó impregnado hasta hoy día.
Ir en bicicleta fue la peor. Yo pedaleando contenta y el chofher cuentapropista comenzó a tocarme bocina hasta que logró que me salga de la bicisenda y que vaya bien cerquita del cordón. En lugar de “pasarme” y seguir su camino, comenzó a andar más lento, al mismo tiempo, me hablaba groserías. En un momento me subí a la vereda para que se vaya. Atónito me gritó “si te chocaba era una putita menos”...