27/2/12

Los días que parecen domingos...

La tristeza comienza a la mañana. Te das cuenta que hay cosas que nunca van a llegar. ¿O es que en realidad nunca van a volver? Si se asume que se vive en espiral las cosas que se esperan de alguna u otra manera ya la teníamos. Extraño los desayunos. El cuellito. El amor. Y por sobre todas las cosas, extraño la sensación cotidiana de seguridad que me proveía el estar. Que hayas estado ahí, siempre. Las mañanas de los domingos, o de los días que se les parecen, siempre fueron maravillosas. El sonido de la persiana que subía y las lentejuelas de luz que entraban de a poquito para despertar a la remolona. Ni la ternura de un gato con cara de ¿por qué me despertaste? Se comparaba con el mate a la mañana. Mate solitario, porque solo uno de los dos necesitaba de ese ritual. Jugo de naranja y pancito negro tostado. La repetición al infinito de la mañana nunca aburría a los participantes. Nunca me aburría a mí. No era el desayuno, era la acción de otro que me decía “Me importa que estés acá y quiero que sea así toda la vida”.... Los domingos terminaron y la persiana no está más ahí para darme lentejuelas de luz, para permitir que entre la orquesta urbana del 160. Las cosas se sienten cuando ya no las tenes. Como el mate a la mañana preparado por otro que te dice “me importa que estés acá y quiero que sea así para toda la vida”... El nuevo amor matutino, líquido y frío, me da acidez.